Esta no la cuento dos veces.

 Si dijera que no sé cómo llegué hasta aquí, estaría mintiendo: Sé exactamente cómo pasó. ¿Cómo terminé en un templo oculto de una secta adoradora de demonios? Fácil. Tuve la peor idea de todas: ir sola a investigar.

Ahora bien, eso podría haber salido no tan mal. Podría haberle pedido a Miguel que me acompañara. Él al menos entiende mi obsesividad por estas cosas, aunque no la comparta conmigo. O, al menos, me quiere lo suficiente para saber que necesito atar todos los cabos sueltos sobre lo que pasó con mi hermana.

Pero claro, no contemplé que podía haber alguna secta que todavía estuviera ocupando la nave principal de esta catacumba olvidada por el tiempo.

Así que aquí estamos. A punto de ser sacrificada para que algún demonio de quién sabe dónde consuma mi cuerpo y le entregue algún favor insólito a esta gente haciendo sus cánticos raros detrás de la extraña máscara que llevan puesta, como una exagerada expresión sufriente.

«Un real desastre».

Cinco de ellos se me acercan. Uno acarrea un cuenco dentro del cual tiene la mano, y con pulso tembloroso arroja un polvo gris encima de mí. Cada uno de los otros ajusta el grillete de alguna de mis extremidades, y tensa una vez más la cadena.

Pienso en mi hermana, y en mi mente le pido disculpas por haber sido tan tonta y débil.

De pronto, uno de los cristales mugrientos que hay cerca del techo estalla y las esquirlas caen en todas direcciones; afortunadamente, ninguna me alcanza. Por el agujero ahora abierto, entra un chiflón de aire seguido de una nube negra que desciende rápidamente, y aterriza en forma de persona, de pie sobre la mesa en la que me han amarrado.

—Qué desperdicio —comenta mirando a mi alrededor, decepcionado. Desde este ángulo no puedo verle bien, se ha parado casi a la altura de mis hombros, pero su postura es de arrogancia, de desagrado. Tiene puestas unas botas negras desgastadas, y sus jeans oscuros también lucen viejos.

Toda la temperatura en la habitación ha bajado con brusquedad, siento que los dientes me castañean, y la patética sábana blanca con la que me han cubierto no ayuda en nada.

Entonces se inclina y su postura cambia, se relaja. Se pone en cuclillas para observarme en más detalle y yo hago lo mismo con él. Lleva puesta una camiseta gris y una gruesa chaqueta de cuero. Tiene cabello castaño y tez pálida, luce joven, veinticinco años tal vez, y me mira con el más absoluto desdén.

—Séfora, imagino —su voz es profunda y desganada. Se produce un murmullo a nuestro alrededor. Estira su mano hacia la mía, produciéndome más escalofríos con su proximidad.

Sé lo que ocurrirá a continuación. Tengo el estómago apretado. Pero no quiero darles a estas bestias el placer de verme suplicar. No quiero. Sin embargo, hay lágrimas derramándose de mis ojos. Siento la tensión en mi garganta, y ya no sé si pueda aguantar. No voy a patalear. No voy a retorcerme, no, no, no.

Entonces, agarra la cadena que estrangula mi muñeca, y la destroza sin el más mínimo esfuerzo. Alguien en la multitud jadea y otro profiere un gritito aterrado.

—Me envía Miguel. Espero que eso baste para que no te pierdas del espectáculo.

Su forma vuelve a cambiar y resbala de la mesa hacia el piso, envolviendo toda la habitación en una atmósfera electrificada. Yo me yergo tanto como me es posible, pero en vez de pelear con las otras ataduras, hago como él me ha dicho, y observo.

Tres de las figuras que nos rodean caen al piso electrocutadas, y las otras ocho intentan arrancar de inmediato.

—¿Tan pronto se van? —exclama tomando forma humana otra vez, gesticulando como si estuviera haciendo una presentación teatral— ¿No querían ver un poco de muerte acaso?

Sus brazos se extienden como humo por la habitación, y con cada uno agarra a alguien y lo tritura sin piedad. Los demás corren hacia el portón principal,  pero con un golpe que retumba, esa y todas las puertas se cierran en trancas. Virtualmente no hay forma de salir que no sea por alguna de las ventanas a seis metros sobre sus cabezas.

—Por favor —suplica uno arrojándose de rodillas al piso, sollozando—, por favor —repite, la voz le falla. Tal vez me podría dar pena si tuviera la certeza de que no fue uno de los que restregó cloro por mi cuerpo, para que la piel sangrara con más facilidad, ni de los que frotaron sal en las llagas, por la sencilla razón de causarme más dolor.

Todos los que hay tras él salen volando contra el muro de piedra, y se escucha el quebrar de sus huesos, pero dos de ellos siguen con vida todavía. Se arrastran como si tuvieran a donde ir. El demonio que sin querer han convocado camina lentamente hasta que apoya la suela de su bota sobre el cuello de uno de ellos y, sin inmutarse, ejerce presión hasta romperlo. Luego, repite con el otro.

Ha asesinado a diez personas, así como si nada. Sólo queda la criatura sollozante en el piso, que ahora está temblando.

—Levántate —obedece con torpeza—. Sácate la máscara y esa estúpida capa.

Lo hace. Es un hombre adulto, supongo que alrededor de los cincuenta. Tiene el pelo lleno de canas, es bajo, y las lágrimas corren y corren por su rostro enrojecido.

—¿Por qué suplicaste?

—¿Q- qué?

—Por qué. Suplicaste.

El tono suena lo suficientemente amenazador para que yo también me encoja.

El viejo se limpia un poco las lágrimas. Tiene las manos llenas de ceniza, y se ha dejado manchada la cara. Él es para quién se estaba haciendo el sacrificio. 

Me mira y sus ojos vuelven a llenarse de lágrimas.

—Lo siento —se pone a llorar inmediatamente—, por favor perdóname. No sabía, no…

La energía del demonio vuelve a expandirse fuera de él. Todo se oscurece tanto que apenas parecemos iluminados por la tenue luz de una vela. El mensaje es claro.

—Mi hijo. Mi hijo, fue por mi hijo. Está enfermo, muy enfermo, y un, un, un amigo, él dijo que podía ayudarme. No sabía a qué se refería hasta que me trajo. No sabía, no —el demonio alza una mano y lo calla inmediatamente. Pareciera que sujeta algo, y mueve sus dedos como si lo estuviera amasando. Lentamente, sobre su palma empieza a tomar forma algo gelatinoso. Lo que sea que está haciendo, lo está absorbiendo de los cuerpos que yacen a nuestro alrededor, y está devolviendo la luz a la habitación.

—Si mientes, morirás retorciéndote como una rata envenenada, mientras tus tripas se dan vuelta sobre si mismas y se te derrite la piel. Si dices la verdad, esto sanará a tu hijo.

 Sin pensarlo ni un instante, él hombre estira la mano hacia el demonio, pero éste lo aparta y en cambio le presiona la cosa viscosa sobre su pecho, dejándolo sin aire por un momento, más se recompone casi de inmediato e inhala hondo. Luce aliviado y aterrado a partes iguales.

El demonio emite un suspiro decepcionado. Con un chasquido todas las puertas se abren, y le hace un gesto para que se vaya. No hay ni que decírselo, el hombre sale corriendo sin perder un segundo.


Comentarios

Entradas populares