1. дневник (dnevnik) [Diario]: Todo comenzó con un día normal.

Perdón de antemano por la extensión :(

        Era miércoles, y había pedaleado lo suficientemente rápido para llegar temprano a matemáticas, mi clase favorita, sólo para descubrir que la profesora estaba enferma y el suplente ya estaba ocupado. La profesora inspectora nos dejó unas guías y nos pidió con una sonrisa dulce que no excediéramos los decibeles.

«¿Todas las inspectoras dicen decibeles? En el colegio alemán también nos decían algo así, aunque harto menos edulcorado. Aunque también en las cuatro escuelas anteriores a esa. O tal vez sólo es mi maldición personal oír decibeles más veces que cualquier ser humano».

Dividió la torre de hojas en dos y le entregó una mitad a Javier y otra a mí, las repartimos mientras ella observaba pacientemente.

—Muy bien, la profesora va a revisarlas cuando vuelva la próxima semana. ¡No la dejen para último momento!

Ni bien cerró la puerta tras de sí, éstas quedaron permanentemente olvidadas en cada escritorio.

Regresé a mi asiento, solté un suspiro, y volví a encender mi música. Pasé directo a Edvard Grieg, «I Dovregubbens hall»[1] siempre me ponía de ánimo para hacer tareas.

Iba ya en el cuarto ítem y en mis audífonos sonaba Tchaikovsky cuando una mano medio morada y temblorosa a causa del frío apareció frente a mis ojos, sosteniendo un cuaderno con una guía encima que tenía escrito el nombre «Martina F. D. C.» y muchos números y letras al azar en cada ítem.

—Ayuda —soltó haciendo una mueca de pena.

Llevaba puesto el gorro multicolor que le tejió su abuela, y la bufanda azul que se hizo ella misma; sólo se le veían los ojos, llorosos de frío. Sonreí y le di un par de golpecitos al asiento junto a mí. Ella soltó la guía y el cuaderno sobre mi escritorio, yo la ojeé mientras me sacaba los guantes sin dedos para entregárselos y que se abrigara un poco.

Corrió la silla hasta juntarla con la mía, pasó su brazo por debajo del mío y puso una manita vuelta arriba, donde inmediatamente deposité uno de mis audífonos. Ella agarró mi teléfono, lo desbloqueó con su huella y empezó a agregar canciones de su gusto a la cola. Cuando ya hubo añadido suficientes, enterró su rostro en mi hombro. El frío le afectaba bastante.

A través del grueso suéter del uniforme podía sentirla absorbiendo mi calor corporal como si fuera un bloque de hielo. Bajo la falda tableada, Martina tenía puestas medias de polar y bucaneras, pero nada podía abrigarla. Después de todo, Chile siempre sería veinte o treinta veces más helado que su Cuba querida.

Incliné una pierna hacia ella y pasó las suyas por encima, para terminar de usarme como estufa de cuerpo completo.

—Ay, siempre estás tan calientita —murmuró reacomodándose contra mi cuerpo. Le entregué mi mano izquierda para que la pusiera entre las suyas, como un guatero, y la apretó con desesperación.

—¿Mejor? —pregunté con suavidad y ella asintió vigorosamente.

—No entiendo cómo es que te vienes en bici con este clima. Más encima estamos en octubre, no debería hacer tanto frío, tal vez un poco, pero NO TANTO, ¿esto es culpa del calentamiento global? Es el calentamiento global, ¿cierto? A veces hasta extraño los ciclones. Estoy segura de que más gente ha sufrido de frío que por los huracanes, ¿no?

Sonreí y seguí anotando mientras ella seguía divagando. Escuchar su voz y su hilo de pensamiento siempre me hacía feliz.

A los pocos minutos, se le unieron Fernanda, Ledya y Zara en la conversación.

Antes de la mitad del primer del bloque, terminé la actividad. Le puse mi nombre, curso, la fecha y las guardé disimuladamente en el cuaderno de Martina.

 

Nombre: L. Adira S. Tereshkova.

Curso: I° Medio F.

Fecha: 13.10.2027

 

Mi letra era un poco desastrosa (bastante, a decir verdad, y no creo que haya una tipografía capaz demostrarlo), pero Martina la entendía. Por algún extraño motivo, Martina siempre me entendía.

Solté un suspiro y le bajé un poco el volumen a los audífonos. Martina se volteó hacia mí y sonrió, lista y dispuesta a enchufarme en la conversación. No es que yo comentara mucho, pero a ella le gustaba cuando yo le prestaba atención, creo.

La cháchara iba de un tópico en otro, entre medio se mezclaban noticias, con materia, con muchachos, con chismes, algunos bostezos, y en mi cerebro la información se iba filtrando como en una destiladera enorme. ¿Cuáles eran los filtros aplicados? Muy buena pregunta. No tengo la menor idea.

Cada cierto rato, Martina me apretaba el brazo o restregaba su cabeza en mi hombro para asegurarse de que yo seguía «ahí», y yo apretaba su mano para asegurarle que seguía escuchándolas. Cuando mi cerebro se desconectaba, ella esperaba pacientemente a que yo volviera, sin importar cuanto tiempo eso tomara. Era de las pocas personas que me tenía tanta paciencia.

Al principio no fue así, claro. Creo que no le agradé mucho en un inicio (la verdad, a nadie le agrado mucho), pero supongo que me fue tomando afecto con el tiempo. Si tengo que ser honesta (pues, ¿para qué más estaría haciendo este registro si no?), los humanos en general no me agradan, pero Martina… Bien, no sé si «agradar» es la palabra, pero sé que en cuanto la vi, supe que mi lealtad le pertenecía. ¿Tiene sentido? Sin importar las circunstancias, sabía que la ayudaría, la acompañaría y la protegería. En mi mundo eso tenía sentido, creo.

No. En realidad, nada en el mundo tenía sentido. Pero estar cerca de ella sí.

—¿Adi?

Su voz me devolvió a la realidad. Levanté la vista del infinito, asentí y sonreí, y ella me apretó la mano otra vez, pero mi cerebro estaba en lo suyo, completamente ajeno a la realidad inmediata, así que sólo me la quedé mirando mientras ella seguía hablando.

Martina siempre había tenido algo especial que hacía a todos querer estar cerca de ella. Su mamá decía que era «el sabor cubano», y que nadie podía resistírseles. Cuando era más pequeña medité mucho sobre qué sería ese sabor cubano, Martina incluso me dejó lamerle el brazo para comprobar empíricamente que no era chocolate, lo que fue un alivio, porque realmente detestaba el chocolate. Pero eso sólo eliminaba una de las posibles respuestas. Entonces, ¿qué era el sabor cubano? ¿y era eso lo que hacía a Martina tan irresistible a la gente en general? ¿Emitía mi amiga alguna clase de señal o feromona? Por el momento, no podía corroborarlo, ni realizar ningún tipo de experimento o procedimiento ético para averiguarlo, pero la pregunta siempre rumiaba en mi cerebro.

Pero, fuera cual fuese la razón, mi teoría apuntaba, entre muchas cosas, a que se presentaba como un espectro, y mientras Martina estaba en un extremo de éste, yo me encontraba más o menos en el medio, tal vez un poco inclinada hacia el otro lado.

La mayor parte del tiempo, yo no le agradaba a la gente de buenas a primeras. Pero como era el apéndice inoperable de Martina, juntas promediábamos el interés y agrado que suscitaba un humano común y corriente.

—¿Cómo están mis perras favoritas? —una voz rasposa interrumpió mis pensamientos, y mi cerebro se enchufó súbitamente en la realidad como si me hubieran inyectado una sobredosis de adrenalina. Se me aceleró el corazón y empecé a buscar como enajenada un rostro que de pronto estaba muy cerca del mío, observándome a medias con esos preciosos ojos verde-pardos.

—Paz —su nombre fue todo lo que pude articular.

—Hola, Didi —me susurró con una mueca socarrona y me dio un beso en la mejilla.

Sentí su aliento y la piel se me puso de gallina. Ya olía a cigarro, probablemente no había desayunado, de nuevo. Sus labios estaban morados por el frío, y su rostro más pálido de lo habitual.

Se alejó para saludar de beso en la mejilla a las demás, pero yo no podía parar de mirarla. Su cabello castaño y ondulado le llegaba hasta la mitad de la espalda. Tenía puesto su gorro rosa fluorescente, y, como yo, llevaba puesto el buzo del colegio, aunque ella no tenía la autorización institucional para hacerlo.

Sólo aterricé realmente cuando Martina carraspeó. La miré sorprendida, ella me observaba con un aburrimiento mortal. Podría decirse que Paz no era realmente de su agrado, si se quiere ser amable, si no… estoy bastante segura de que Martina la habría empujado al tráfico si hubiera podido.

Había llegado ese año a nuestro curso, pero por algún motivo incomprensible nos hicimos muy cercanas físicamente muy rápido. Todo el tiempo que yo no pasaba con Martina, con mis primos, o leyendo, lo pasaba con ella. Pero Paz no le agradaba a mi familia, así que a mi casa no había entrado jamás.

Se sentó sobre el escritorio tras de mí y comenzó a hacerme cariño en el cuello y las orejas; sólo a ella se lo permitía, en general no me gustaba que me tocaran, pero claro, Paz jamás se había fijado en eso o me había preguntado por qué, ella sólo lo había hecho un día y nunca se detuvo.

La conversación volvió a cobrar vida, pero, aunque hubiera querido prestar atención, no hubiera podido. Paz me desconcentraba demasiado. Apenas podía escuchar realmente la música que seguía sonando en uno de mis oídos, aunque no pudiera entender nada de lo que cantaban los «Radiohead»[2]; el inglés no era ni sería por lo pronto uno de los idiomas de mi dominio, pero era el idioma principal de la música que escuchaba Martina.

Sabía que a Simón también le gustaban ellos.

Él era el menor de mis primos por el lado de mi papá, y había nacido un año antes que yo. También era mi mejor amigo por ese entonces. Compartíamos casi todo nuestro tiempo libre juntos, a menudo con Martina en la casa, y la mamá de Simón tomándonos fotos como si el mundo se fuera a acabar. Tenía álbumes de nosotros tres juntos desde que nosotras teníamos nueve años. Supongo que no es tanto si crees que eso es un álbum por año, cinco álbumes no es tanto, ¿verdad? Ahora bien, te imaginarás que no exagero cuando te cuento que a la fecha ya llevaba más de dieciséis. Era, por lo bajo, llamativo. Pero a ella la hacía feliz tener fotos de «sus bebés», y las clasificaba y las ordenaba y a menudo las miraba con afecto.[i]

Solté un suspiro. Me pregunté qué estaría haciendo Simón a esa hora en el colegio alemán. Probablemente sufriendo ya su primera crisis de asma del día. O encontrando una nueva forma de romper sus gafas. Ya me lo contaría todo por la tarde.

 Entonces sentí un pinchazo a cada lado en las costillas.

Pegué un salto y me volteé con el ceño fruncido. Paz me observaba con una sonrisa traviesa.

—Despierta, tú. Ya es recreo —parpadeé varias veces, procesando información decía una ventana emergente en mi cabeza. Ella me pegó un tirón y yo simplemente obedecí y la seguí. Su piel me hacía cosquillas ahí donde entraba en contacto conmigo e impedía que mi cerebro funcionara correctamente.

Escuché a Martina soltar un suspiro exasperado y ponerse en pie ruidosamente. Por un breve instante creí que le haría una zancadilla a Paz al pasar, pero supongo  que mi presencia la desanimó de ello.

Entre todas las chicas existía un acuerdo tácito del que yo no había sido partícipe: resguardar a Adira. Siempre al caminar todas juntas, adoptaban formación delta alrededor mío.

Al frente siempre iba Fernanda, la maravillosa, la increíble, la campeona nacional de gimnasia rítmica. Era la deportista más reconocida de la escuela, y definitivamente la más llamativa del grupo. Nuestra carta trampa, dirían algunos. Esbelta, piel bronceada, de ojos rasgados y siempre sonriente. Los muchachos tendían a calificarla de «coqueta», pero los hombres siempre están predispuestos a pensar eso. Tenía el cabello largo como Rapunzel, castaño-medio-rubio a base de productos de peluquería, y liso. Verla pasar era como ver en vivo un anuncio de champú, y no podías quitar tus ojos de ella.

Perfecto distractor de quienes iban tras ella: Zara y Ledya, que a ojos a nuestros compañeros caían en la misma clasificación que yo: Psicópatas. Yo, por mis reducidas capacidades sociales. Ellas, por su desinterés en la vida social, y porque a menudo podían intimidar incluso a los profesores con su inteligencia.

Ledya tenía una mirada gélida y un gesto adusto. Era la favorita de mi tío por la sencilla razón de que se parecía a mi prima Magdalena: La mayor de seis hermanos, y la peor persona con la que podrías intentar discutir o competir, porque jamás perdía. No porque no supiera perder, en absoluto, era una excelente perdedora, lo que hacía un poco frustrante jugar cualquier cosa con ella, pero más importante que eso: Ledya siempre tenía la razón. Siempre sabía lo suficiente para dejar callado a quien tratara de rebatirle. Cuando teníamos debates en clase, todos temían quedar en el equipo contrario a ella.

Zara, por otra parte, resultaba intimidante por otros motivos. Desde muy pequeña su madre había motivado enérgicamente sus intenciones de ser modelo profesional. No era difícil imaginárselo, era preciosa, y con ese cabello rubio casi platinado, su corte pixie, sus ojazos azules, y esa sonrisa y mirada de femme fatale, Zara estaba lista para el éxito. O eso decía su madre desde que teníamos memoria. Zara sabía caminar, sabía presentarse, sabía sonreír y hacer esos giros fabulosos que se hacen en pasarela. Sabía todo lo posible sobre cómo ser y parecer bella. Perfecta, ¿no? Todo perfecto, claro, si la presión no le hubiera generado trastornos alimenticios que eventualmente estallaron en un brote psicótico que casi «se la lleva de este mundo», como le encantaba decir a los adultos. Ahora unas para nada sutiles cicatrices adornaban longitudinalmente sus brazos, cicatrices que nadie se atrevía a mirar excepto nosotras. Zara pretendía que no existían si alguien más le preguntaba por ellas. En su casa, no existían.

Finalmente, Martina y Paz marchaban flanqueándome a mí. Todo ese despliegue militar estratégico de belleza e intimidación era para que, por favor, nadie se fijara en mí. Por algún motivo todas las muchachas se habían comprometido a la tarea de cuidarme. Simón se lo atribuía a que fuera la menor del grupo, pero yo no estaba muy segura de ello. Sin embargo, sí creo que cada una tenía sus motivaciones personales para hacerlo, y creían fielmente que yo era lo suficientemente despistada para no darme cuenta.

Está bien, está bien, ellas tenían parcialmente la razón. A fin de cuentas, todas ahí estábamos en un colegio privado para adolescentes con necesidades especiales, todos ahí eran «especiales», y, sin embargo, al parecer yo era demasiado especial.

No me malentiendas, no estoy diciendo que yo era la «única y diferente» del grupo, pero… bajo cualquier criterio siempre estaba desarreglada, mi pelo siempre parecía un montón de espigas, tenía sobrepeso, y era casi una cabeza más alta que cualquier persona de mi edad, y si le sumas mis escasas o casi nulas habilidades sociales, obtienes una criatura incómoda de ver y de tener cerca.

Por supuesto, ninguna de ellas lo diría así. Y más importante que eso, cualquiera de ellas noquearía instantáneamente a quién lo verbalizara a menos de diez metros de distancia de mí. Afortunados ellos de que yo fuera una pacifista capaz de detenerlas con una sola mano.

Claro que me costaba entender qué profundidad podía tener que el mejor insulto que alguien pudiera decirme fuera «psicópata», «freak», o «loquita». Una chica de nuestro curso solía hablar de mí como «la enfermita» con su grupo de amigas, y a veces se sentaban a propósito cerca de mí para que las escuchara. Paz le dejó un ojo morado cuando la oyó por primera vez, la segunda semana de clases, y la castigaron por un mes. Fue entonces que nos hicimos amigas.

La formación delta hizo una breve parada en el baño, único instante en que yo podía excusarme de parecer el presidente con sus guardaespaldas, mientras mis amigas intentaban mirarse en algún rincón de espejo, entre todas las otras chicas haciendo lo mismo.

Metí las manos a los bolsillos para sacar el celular y caí en la cuenta de que había olvidado guardar mi billetera y las llaves de la casa en la mochila. Solté un suspiro, si me devolvía las chicas se me iban a perder por el resto del recreo. No es que ir a caminar por ahí fuera mejor panorama que mi audiolibro, pero sí era mejor que los muchachos que pululaban a mi alrededor cuando estaba sola, imitándome y mirándose entre ellos como si fueran grandes intelectuales por haber encontrado a alguien más fuera de la norma que ellos, alguien de quien podían burlarse con facilidad sin recibir demasiadas consecuencias.

¿Hay algún lugar en el mundo en que los niños no sean unos tarados?

De todos, creo que Nikoláyev había sido el peor. Yo todavía estaba usando muletas cuando volví a la escuela en Ucrania. Me costaba caminar, pero necesitaba hacerlo o jamás me adaptaría. Y la primera semana de clases, él decidió que era una excelente idea patearme una de las muletas, y partirse de risa en mi cara cuando aterricé de bruces en el piso.

La siguiente vez que lo intentó, él terminó en el piso y mi muleta en su tráquea. Rápidamente dejaron de molestarme, y de hablarme por completo, pero ese era un detalle menor. Por lo menos ya podía caminar por la escuela sin problemas. Mi Babushka se rio por todo un mes del incidente, decía que era igual a mi mamá cuando chica, y eso que…

 Zara chasqueó los dedos frente a mis ojos.

—Eh, bint jála, vamos.

A Zara le gustaba molestarme con las pequeñas cosas. Árabe era el único idioma que ella sabía y yo no, y siempre me hablaba en él. Ni siquiera tenía alguna forma de orientarme sobre qué significaba eso, porque no la oía decírselo a nadie más. (Ajá. Te oigo. Sé lo que estás pensando. «Googlealo». Buscar «ibintujálate árabe español» no arrojó muchos resultados, repetirlo de voz a texto tampoco, y hasta muy recientemente Zara no se había dignado a deletrearlo para mí).

Inmediatamente me tomó la mano y me sacó del baño mientras las demás terminaban lo que fuera que estaban haciendo.

Estaba nerviosa. Apurada. Sus manos estaban sudadas y frías. Me preocupó un poco.

—Quería preguntarte algo —me preocupó bastante—. Sabes que se acerca el cumpleaños de mi abuela, y mi papá quiere ir a verla. Mi 'ukht —esa me la sabía, significaba hermana— no quiere ir esta vez, dice que no puede, pero ya sabes y… quería saber si quisieras venir tú en su lugar.

Alcé las cejas y se me abrió la boca. Me pregunté de qué planeta había surgido esa idea.

Entonces salió Fernanda con Martina, y Zara terminó rápidamente la conversación.

—Piénsalo —me dijo suavemente mientras bajábamos las escaleras; apenas la oí en el bullicio del recreo—. Creo que le gustaría a tu papá.

«Es fácil decirlo» pensé, pero me lo reservé. Y seguí pensando. Palestina. Con Zara. Con sus padres. Sin mis padres. Y mi cerebro continuó desarmando esa bola de estambre de un kilómetro de diámetro mientras mis amigas conversaban sin parar. Martina se dio cuenta de que mi mente estaba ocupada y no intentó sacarme de ello, sólo me tomó del brazo y me guio firmemente, primero hasta el primer piso, luego pasando a un lado de las canchas de cemento, al cruzar la pista atlética, y a través del césped interminable de los campos de fútbol hasta llegar a las canchas de tenis. Ahí estaba la única área techada fuera del edificio principal y del gimnasio: las gradas.

Los colegios privados tenían sus ventajas. El espacio y las áreas verdes eran una de ellas.

Normalmente casi nadie llegaba tan lejos, excepto nosotras; por eso nos gustaba. Era silencioso, tranquilo, y Fernanda podía hacer una pirueta tras otra sin preocuparse porque la estuvieran observando lascivamente chicos de nuestro grado o mayores. Yo ejercitaba mi ojo calculando su velocidad de rotación, su ángulo de desviación, o el diámetro de la circunferencia que describía… y ella le encantaba preguntarme mis datos cuando sabía que lo había hecho excelente.

Cuando estaba por sonar la campana, me puse en pie para que volviéramos al edificio. Apreté los labios e hice un gesto con la cabeza a las que sí me estaban mirando, pero no resultó muy convincente. Cuando sonó la campana, le di un par de golpecitos a mi reloj análogo y carraspeé. Zara se rio y se puso en pie, reticente. Fernanda soltó un suspiro, resignada.

—Yo no sé leer eso —Paz se hizo la desentendida, yo rodé los ojos y la observé severamente—. Ya, ya, no hace falta que me mires así, que me pones nerviosa —su tono era sugerente. Sentí la sangre bombeando en mis oídos.

—Por favor —pedí, pero mis palabras quedaron silenciadas. Un destello incandescente llenó el aire de luz blanca, seguido de un estruendo titánico que me dejó con un fuerte pitido en los oídos. Me sentí aturdida, no sé cómo mantuve el equilibrio.

Mi vista volvió como el revelado de una fotografía instantánea. Primero a colores desteñidos, y algo borrosa. Alcanzaba a ver que mis amigas se estaban tapando los oídos y tenían los ojos fuertemente cerrados; Fernanda incluso se había doblado sobre sí misma, probablemente del miedo.

«No anunciaron tormenta eléctrica» pensé primero. «Y estamos muy abajo, aquí no deberían llegar rayos»[3].

Mientras divagaba, miré en todas direcciones, parpadeando seguido para aclarar la vista, buscando alguna explicación, hasta que algo extraño llamó mi atención: En el césped fuera de las canchas, a varios metros de nosotras, había una pequeña llama azul rodeada de pasto quemado, incinerado. Me acerqué a ella con curiosidad; me sentía mareada, pero no lo suficiente para estar alucinando.

Cuando entré en el círculo sin vida, la llama comenzó a chisporrotear. Retrocedí un paso y el fuego se alzó como una pared hasta alcanzar casi los dos metros, para luego abrirse en dos brazos que formaban una elipse. El aire que la atravesaba me pareció más denso por un instante, pero rápidamente se hizo evidente que se estaba tornando de un gris metálico, envuelto por… ¿qué? No lo sé. Lucía como humo atrapado en una burbuja de detergente.

—¿Adi? —me llamó Martina; parecía preocupada, y estaba más cerca de lo que esperaba. Si estiraba su mano y yo la mía, nos alcanzaríamos. Detrás de ella estaban las chicas, siguiendo sus pasos con precaución.

—¿Sí? —le dije sosteniéndole la mirada, pero no salieron más palabras de su boca.

Lentamente, comencé a rodear el fuego en espiral mientras me arremangaba el chaleco. Era todo un fenómeno. Levanté del suelo una pequeña rama y, luego de un instante de indecisión, la arrojé a través de la película gris, pero no pasó para el otro lado.

—Adira —me regañó Ledya—, ¿qué crees que estás haciendo?

—Método científico —fue toda la respuesta que pude elaborar, y entonces me di cuenta de que estaba sonriendo. Me sorprendí de mí misma, esperaba tener algo más de sentido común.

Bint jála, vamos a llegar tarde a clases —trató de convencerme Zara.

«Nop, no lo suficientemente importante».

—Ya estamos llegando tarde —la corregí.

Tomé una piedra pequeña, le tomé el peso y rápidamente la lancé a través del extraño humo. De nuevo lo mismo: jamás volvió a tocar el piso. ¿Podía estar tan caliente como para desintegrar cosas? No… ¿No? Entonces, ¿qué?

—Adi, por fa, vámonos a clase —me pidió Fernanda, sonaba un tanto asustada.

Las miré a todas una por una, y finalmente fijé mi vista en Martina.

—Adira —dijo con severidad, leyendo mis intenciones. Le sonreí y me encogí de hombros.

—¡Didi, si te atreves a…! —oí el principio de la amenaza de Paz, pero crucé la niebla antes de oír el final. Contrario a lo que esperaba, se sentía líquido y frío, pero no mojaba.

Del otro lado, me encontré en una selva muy extraña, con plantas llamativas e insectos que parecían dibujos de un niño de seis años. Se oían aves en la distancia, lo que significaba que no podía estar muy lejos de una fuente de agua, y el cielo estaba claro y despejado, pero no alcanzaba a ver el sol entre las hojas de los árboles. Me sentía… distinta. ¿Más ligera? Pero eso no era posible, ¿cierto? Inhalé hondo. El cambio del aire de la ciudad a eso era muy notorio, se sentía tan limpio…

Quizás no habría caído en la cuenta de lo que realmente estaba pasado si no hubiera aparecido un mamífero lagomorfo del tamaño de un Golden retriever, extrañamente colorido y con una cornamenta tipo alce, justo frente a mis ojos. Se había detenido en su camino para observarme concienzudamente, y parado sobre sus patas traseras sí que daba un poquito de miedo.

—No me vas a decir que voy tarde, ¿cierto? —le solté y me reí sola, quizás no tanto por el chiste como por los nervios.

Entonces, a mis espaldas, un grito de guerra vikingo rasgó el silencio, y su dueña aterrizó encima mío, tumbándome boca abajo. Escuché al conejo—alce correr como alma que lleva el diablo.

—¡Adi! —sollozó Martina. Esperaba que algo más saliera de su boca, pero en cambio sentí un peso tras otro añadirse sobre mí.

—Aire —supliqué y, entre insultos y disculpas, Fernanda, Ledya, Paz y Zara rodaron, gatearon o se pusieron en pie. Giré sobre mí misma y me quedé tendida en el piso, respirando profundamente.

Parpadeé varias veces para aclarar la vista, pero algo no me cuadraba. Frente a mis ojos, la elipse parecía hacerse cada vez más pequeña.

—¡No! —grité poniéndome en pie torpe y rápidamente.

—¡Adira! —chillaron mis amigas.

Sin pensar, me lancé a meter mi brazo dentro del líquido, pero ya era demasiado tarde. El aro de fuego se cerró en torno a mi antebrazo, y mis amigas tironearon de mí en cuanto comencé a gritar. Caímos todas al piso, y ahí quedé observando petrificada mi extremidad superior derecha, totalmente irreconocible.



[1] «En la gruta del rey de la montaña» (original en noruego: I Dovregubbens hall). Fragmento de música de escena para la obra homónima.

[2] Mal escrito y tachado varias veces en el original.

[3] Más extenso en el original. Analiza la probabilidad estadística de una tormenta eléctrica bajo diferentes condiciones climáticas y ambientales, comparándolas con el contexto en que se encuentra.



[i] Originalmente, añadido a continuación: «¿Qué habrá hecho con mis fotos? ¿Todavía las mirará con afecto? Recuerdo que solía mirarme con afecto…».


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