8. Pesadilla: Sólo era una araña.
Año
2022.
Sea cual sea la razón, a mediados de 2021 decidió
que Ucrania no era seguro para mí. Que yo ya estaba recuperada del accidente, y
ella estaba demasiado vieja para cuidarme; aunque no estaba demasiado vieja
para seguir haciéndose cargo de su granja. La pandemia ya había pasado lo
suficiente, así que era hora de que yo me marchara con gente de la familia que tuviera
un lugar más ideal para mí.
Yo no tuve voz ni voto en esa decisión. Mi granny, su mejor amiga y compañera en la
granja desde hacía años, me suplicó que la entendiera.
—Dios obra de maneras misteriosas —me dijo
apesadumbrada—. Tú llegaste aquí como un regalo. Necesitabas cuidados, y
nosotras alguien que nos recordara que estar viejas no significaba que no
mereciéramos amor. Por favor, acepta este gesto de amor.
Entonces no lo entendí. Sólo me dio rabia.
Una vez más, sentí que sólo querían deshacerse de mí, que yo no valía la pena
el cansancio, el trabajo, que no importaba lo que hiciera jamás sería
suficiente. Pero ya no me quedaban lágrimas, las había gastado todas después
del accidente, así que sólo asentí.
Como si fuera una papa caliente, nuevamente
estaba siendo arrojada a las manos de alguien más.
Luego de arreglar todos los papeles, llegué
a Cuba un par de semanas después del inicio de las clases. Ahí me recibió Tea,
una mujer de tez morena, bajita y fortachona. Recuerdo que la observé
intentando memorizar hasta el más mínimo detalle. Tenía una sonrisa perfecta, y
una cicatriz en su brazo derecho por un accidente en el trabajo. Sus manos eran
tibias. Olía a taller mecánico, mucho perfume y cigarros. Su cabello era corto
y denso, lleno de risos.
Tea había sido amiga de mi madre, y la
primera persona en ponerse en contacto con mis abuelas cuando llegué a vivir
con ellas. Estuvo pendiente de cada paso de mi recuperación. No cabía en sí de
felicidad de verme caminar casi por mi propia cuenta, aunque todavía me costaba
estabilizarme.
—Hola, Lyudmila —se agachó frente a mí y me
habló a la altura de mi cara—, ¿cómo estuvo el vuelo? ¿estás muy cansada?
—negué con la cabeza—. ¿Pudiste dormir? —asentí—. Veo que todavía eres una niña
callada. Está bien. Todo a tu propio ritmo —estiró los brazos hacia mí—. ¿Te
gustaría que te cargue? Lo hacía todo el tiempo cuando eras pequeña, pero eres libre
de andar por ti misma.
Dudé por un momento y me acerqué. En ese
entonces, todavía me dolía usar mucho la pierna. Me tomó en brazos sin el más
mínimo esfuerzo; me sentí ligera por primera vez en mucho tiempo.
Nos subimos a un taxi hacia el barrio de La
Víbora. Ahí vivía con su hermano menor, su marido, y su hija, Martina, en un
departamento de dos habitaciones. Tea y su marido tenían el cuarto principal,
mientras que Martina y su tío compartían una habitación donde había únicamente
un camarote; él dormía arriba y ella abajo. No era difícil darse cuenta de que
mi llegada sólo podía incomodar la dinámica familiar.
Su marido, mi tío Jorge, era diplomático de
Chile en Cuba, así que pasaba poco y nada de tiempo en casa, pero se había tomado
cinco minutos para quedarse y poder recibirme. Él también era mas o menos
bajito, o tal vez tenía la estatura promedio de un adulto chileno, pero a mí me
parecía bajito. Tenía un poco de panza, y le gustaba vestirse de traje todo el
tiempo. Se afeitaba al ras todos los días, pero a la tarde ya le había vuelto a
crecer la barba. Se echaba cantidades y cantidades de colonia inglesa, aunque
no lo necesitaba, siempre olía bien; tal vez fuera que su piel ya había
absorbido demasiada colonia. Tenía los ojos claros, de algo intermedio entre
verde y azul.
Me tenía un regalo. Una billetera de tela,
nueva, con el logo de «Havana Club» cosido, la cual podía colgarse de la
pretina del cinturón con una cadena. Mi tía se burló por mas de una hora,
impresionada de que esa fuera su idea de un excelente regalo para una niña de
ocho años.
El hermano de Tea, Lucio, manejaba un taxi,
y siempre se ofrecía a pasarnos a buscar a la escuela a Martina y a mí. Hablaba
mucho, todo el día, todo el tiempo, siempre haciendo chistes y entreteniendo
gente. Nunca lo vi usar algo que no fueran pantalones cortos deportivos y una
camiseta de algún equipo de fútbol; siempre peleaba con su hermana sobre si era
mejor el fútbol o el béisbol, era una discusión que podían sostener por tres
minutos o tres horas, no había punto medio.
Cuando llegué, me abrazó como si fuera su
mejor amiga en el mundo y me dio un beso en la mejilla.
—¿Cómo está la cosa más linda del mundo?
—exclamó— Dale un abrazo al tío Lucho.
Yo sólo me removí incómoda y lo empujé como
pude, muda. Siempre reaccionaba mal cuando me tocaban sin previo aviso, el
contacto físico no era lo mío, en absoluto. Tea le pidió que retrocediera, que
yo necesitaba mi espacio, pero él no entendía el problema hasta que Jorge le
pidió no-tan-amablemente que desistiera.
En un principio, me ofrecieron compartir
cama con Martina, pero finalmente accedieron a dejarme dormir en el sofá a la entrada
de la casa. Siempre me levantaba antes de que saliera el sol, y dejaba todas
mis sábanas y frazadas dobladas y juntas. Quería molestar lo menos posible,
aunque Tea era insistente de que yo era una bendición, un tesoro, y una
maravilla de tener en casa. A mí me parecían demasiadas palabras rimbombantes
como para que siquiera una fuera cierta.
Nos enviaban a Martina y a mí juntas a la
escuela. La primera semana, ella me enseño dónde estaba cada cosa y me dijo que
le hablara si necesitaba algo más. Después de esos primeros días, no volvimos a
hablar otra vez si no era en la casa. En realidad, nadie me hablaba mucho, pero
tal vez era mejor así.
Cuando inició la guerra en Ucrania, intentaron
contactar a mi abuela, pero no hubo respuesta. Vivía en el campo, en un lugar
remoto, era posible que estuviera bien y simplemente se hubieran cortado las
comunicaciones. Pero también había otras posibilidades que no me querían decir
a la cara. Por esos días, volvieron las pesadillas, y empecé a dormir cada vez
menos.
Una noche no paraba de despertar una y otra
vez con la idea de estar escuchando los golpes en la puerta del auto, hasta que
me di cuenta de que de verdad había alguien golpeando un muro o algo parecido.
Me levanté de sopetón y entré como un huracán a la pieza pequeña, agitada y
angustiada, como si acaso hubiera algo que yo pudiera hacer.
Al encender la luz, vi a Lucio en cuclillas
junto a la cama de abajo, y Martina apretada contra la pared, con los ojos llorosos.
—¿Estás bien? —me preguntó él.
—Tuve una pesadilla —contesté rápidamente— y
escuché un ruido. ¿Puedo dormir aquí?
Martina se quedó en el más absoluto
silencio, y Lucio se encogió de hombros.
—Claro que sí, pequeña, estás en tu casa.
Me subí casi de un salto a la cama,
poniéndome entre él y Martina, no más cerca de uno que del otro.
—¿Se le cayó algo?
—¿Cómo?
—Por el ruido. ¿Se le cayó algo?
—Ah, no, mi niña, sólo había una araña, ya
la maté, la maldita se estaba escondiendo.
Apagó la luz y volvió a la cama de arriba.
Martina se me acercó tímidamente. Pensé en mi mamá, y le tomé la mano.
—Tranquila —dije muy bajito—, sólo era una
araña. Yo me puedo encargar de las arañas.
A partir de esa noche, compartí siempre cama
con Martina hasta que nos marchamos de Cuba, un año después de mi llegada a la
isla. Ella empezó a hablarme en la escuela cada vez más, hasta que no se
despegaba de mí y me llevaba a casi todas partes. Su mamá estaba dichosa con el
cambio en su actitud y nuestra repentina cercanía, pero la felicidad no duraría
mucho en la casa.
Más o menos al mismo tiempo que a Jorge le
ofrecieron un cambio de empleo, en Chile, empezó la época de huracanes en Cuba,
junto con los cortes de luz y agua; la balanza se inclinaba bastante a la idea,
pero Tea no lograba convencerse. Sin embargo, en uno de esos días en que el
clima podía cambiar de un segundo a otro, comenzó una tormenta sin igual.
Obviamente, Lucio salió a buscarnos a la escuela sin saber que nos habíamos
guarecido antes en la casa de una amiga de Martina, y nos buscó y buscó por la
ciudad, pero fue él quien después no apareció. Después de eso, a Tea no le
quedaba nada que realmente la atara a Cuba, así que nos marchamos los cuatro a
Chile.
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