17. Entrevista #22.1. A Ofelia Eisenhower y Atenea Neró: «Maestra del camuflaje».
—Lo hicieron sonar bastante fácil… ¿Lo fue?
Las entrevistadas dejan salir un suspiro y
un quejido.
—No, no. No —contesta Neró y Eisenhower se
ríe.
—Esa niña era todo un caos, pero no fue tan
terrible como lo está haciendo sonar.
—Fue arriesgado.
—¿El qué?
—Supongo que todo partió cuando ella tomó la
batuta —Eisenhower hace un gesto de cansancio, más vuelve a sonreír—. Nos tomó
por sorpresa, era obvio que ya sabía hacer eso, adaptarse al entorno como si
nada.
—En cuanto entramos a la casa segura, nos
preguntó cuánto tomaría hacerles identificaciones falsas, conseguirles ropa que
fuera de humanos, pero también de viaje, y mochilas, aunque estuvieran rellenas
con nada. Como si ya hubiera tenido todo planificado.
—¿No les causó dudas? ¿Confiaron ella pese a
no ser nativa del planeta ni de la región?
—No.
—Sí.
Neró y Eisenhower difieren. Se miran con
desdén la una a la otra.
—Ambas crecimos en un entorno altamente
militarizado —explica Eisenhower—, pero yo presencié más de una vez todo el
ritual que significada ocultar la identidad de una persona. Esa niña me
demostró más que rápido que era capaz de hacerlo.
—Pero yo sé lo terrible que puede ser exponerse
a peligros innecesarios, y no podíamos correr con esa clase de riesgo, no
tratándose de la princesa. Nuestra misión era, a toda costa, protegerla y
llevarla sana y a salvo a Central.
—Y lo hicimos.
—En base a pura suerte.
«En contra de mi mejor criterio, seguí el
protocolo para “persona natural en riesgo de reconocimiento”, y le creé una
identidad nueva a cada una de ellas, pero sólo en papel. Si escaneaban
cualquiera de los documentos, estaríamos fritas.
Ofelia se encargó de la ropa. Tenía mejor
ojo que yo para esas cosas. Cobró un par de favores, y tres agentes distintos
entregaron los cambios de ropa en puntos diferentes del pueblo, sin preguntas.
Pero también contrajo una gran, gran deuda consiguiendo subrepticiamente la parte más importante
del disfraz para la princesa: un jind[1].
En particular, un anillo de alta categoría que permitía lucir como un humano
corriente».
—Esos son muy escasos. Pocos no-humanos
pueden permitirse algo así. ¿Cómo consiguieron uno?
—Protocolo Azul —contestan ambas a la vez, y
continúa Eisenhower—. Con una pequeña prueba de sangre, podía activarlo
cualquiera, y Lyudmila dio positivo de inmediato. Tuvimos acceso a mucho, mucho
dinero.
«Así, conseguí todo lo básico y les
entregamos una cantidad razonable para un montón de niñas, tenían que andar con
dinero por su propia cuenta. Mila nos hizo un favor, o lo intentó, pidiéndoles
que no hicieran gastos innecesarios, y si querían comprar algo tenían que
consultarlo estrictamente con Atenea o conmigo.
Luego de que se asearan y cambiaran de ropa,
pudimos llevarlas al mercado. Tenían hambre, pero más tenían curiosidad, y no
pudimos detenerlas cuando se separaron mirando baratijas y chucherías de todo
tipo. Atenea casi se volvió loca en menos de tres minutos».
Eisenhower se ríe, más su compañera no.
—No me entrenaron para ser niñera.
—Tal vez deberían, amarguete.
«Como sea, la única que se quedó tranquila
fue Mila, mirando atentamente a sus amigas ir de aquí para allá. La chica
sanadora estaba todo el tiempo tratando de llamar su atención, pero no logró
romper su concentración en ningún momento. Supongo que nada lo hubiera logrado,
porque yo tuve que ponerme frente a su campo de visión y arrastrarla
físicamente para que dejara a Atenea a cargo de sus amigas.
Habiendo visto de lo que era capaz, pensé
que sería buena idea que ella pudiera defenderse por sí misma, así que guardé
una porción especial de dinero para comprarle algo que ella supiera usar, y le
sirviera. Pasó un rato negándose, pero cuando entramos al sector de armas
marciales se calló instantáneamente.
Dimos un par de vueltas en silencio, hasta
que decidí probar mi suerte y le pregunté.
—¿Cómo es que sabes hacer esto?
—¿Qué? ¿Yo? ¿Qué cosa?
Gestualicé toda su vestimenta, pero no hubo
cambio alguno en su rostro.
—Ya sabes, todo este… cambio. Sólo lo he
visto en gente con entrenamiento de infiltración.
Tomó aire y se puso una mano en la nuca,
pensando un momento. Avanzó hacia uno de los puestos y me hizo un gesto para
que la siguiera.
—Durante toda mi infancia, nunca tuve
dirección en ningún lugar —comentó mientras miraba curiosa una colección de
navajas de bolsillo—. Ja, mi mamá siempre andaba con una como esa. Bueno, como
decía, mis papás nos llevaban a mi hermana y a mí de un país a otro, y otro, y
otro, y por lo que ellos hacían necesitaban que pasáramos tan desapercibidos
como fuera posible —se detuvo observando con detención una colección de espadas
de distintos tipos—, oh, esa está muy bonita. En fin, la cosa es que desde que tengo
memoria he aprendido a hacer eso, llegar a un lugar, absorber rápidamente su
cultura, las costumbres, la forma de moverse y expresarse, y ¡pum! A parecer un
nativo, o un turista común y corriente. Aunque no había muchas niñas blancas y
rubias en el himalaya, así que tampoco podía sacarme del bolsillo cosas así de
insólitas.
No sabía si podía interrumpirla, realmente quería
hacer preguntas. ¿Qué es un país? ¿Y el himalaya? ¿Por qué viajaban tanto? Pero
más importante, ¿por qué tenían que esconderse?
Al parecer, ella esperaba que yo dijera
algo, porque se paró para mirarme. En sus ojos había una pregunta implícita que
no supe ni sabría formular. Era como una invitación.
—¿Ocurre algo?
Opté por la pregunta más inocua de
todas.
—¿Qué es el himalaya?
—Ah, claro, una, eh, una cordillera, sí, una
cadena de montañas, las más altas de mi planeta. Bueno, el tema es que por esa
región había un templo, un monasterio, donde nos dejaron a mi hermana y a mí
por un tiempo, tal vez un año. Ellos… —se distrajo observando una colección de
bastones, analizando la madera de unos y el tallado de otros— Ellos tenían
otras cosas que hacer, más importantes, supongo. Más peligrosas, supuestamente.
Sentí la conversación acercándose rápidamente
a mi propia vida. Tuve que concentrarme para no pensar en mis propios padres;
para ellos la guerra fue más importante que criarme a mí. Mi abuelo, el
coronel, no iba a poner una cosa sobre la otra, así que procedió a llevarme
con él a donde quiera que fuera. Pero no quise desviar la conversación, tal vez
podría contárselo en otro momento.
—Quedamos a cargo de un viejo amigo de
ellos. Ahí nos cuidaron, nos alimentaron, nos vistieron. Y a mí me enseñaron.
Él mismo se encargó, en verdad, el amigo de mis papás. Primero a meditar, y
cuando estuve haciéndolo todos los días comenzó a enseñarme las bases del aikido
—se detuvo a mirar unas espadas de gancho que estaban a un lado de espadas
roperas y varios khopesh; yo añadí “Aikido” a mi lista de preguntas—; dijo que
era lo mejor que podía aprender alguien como yo.
Habló con toda tranquilidad, pero de
inmediato pensé que se trataba de una ofensa. ¿Qué clase de categorización era
esa? ¿Qué edad podía haber tenido?
—¿Y eso qué se supone que significa? —ella
se volteó hacia mí y le tomó un momento empezar a reírse.
—¡Ah! No, no, no, eso ha sonado mal. Yo
tengo… tengo verdaderamente un temperamento de mierda —sonrió con un gesto de
culpabilidad—. Lo he tenido desde muy chica y él… supongo que quería ayudarme a
que no me pareciera tanto a mi mamá. A menudo se dejaba llevar por sus
emociones, y cuando lo hacía habitualmente le traía problemas. Creo que sí
saqué algo de eso, pero gracias a él me domino harto mejor que ella, y que mi
abuela —se rio sinceramente, parecía estar recordando algo. Pensé en mi abuelo
una vez más. Algo en su repentina sinceridad no dejaba de incomodarme.
—Mila —le corté todo el discurso que me
estaba dando—, todo esto… explica bastantes cosas. Pero ¿por qué no dijiste
nada antes?
Apretó los labios y miró al suelo un
momento, súbitamente retomando esa seriedad que había demostrado a ratos.
—Porque tú y tu amiga de tres metros
necesitan saberlo —contestó levantando la vista, con esa energía extraña e
intensa que te obligaba a prestar atención—. Mis amigas no.
Me tomó un poco por sorpresa. Nuestra
caminata no había tenido nada de casual, al parecer. Ella anticipaba mi
pregunta, y ya había preparado su respuesta.
—Parece que tienes más en común con Atenea
de lo que esperaba.
El gesto le cambió de inmediato; alzó ambas
cejas y abrió la boca sorprendida.
—Voy a hacer como que eso no me ofende».
—Espera —la interrumpe Neró—. ¿De verdad
dijo eso?
Eisenhower deja salir una carcajada de
inmediato.
—¿Acaso te hubiera gustado que te lo dijera
a ti? Que te pareces a ella.
—No me pare —.
—Ya, ¿ves?
«Como sea, me hizo reír, y relajarme. Le
conté que en realidad su “historia” —por decirle de alguna forma— se asemejaba a
la mía; pareció causar casi el mismo efecto en ella que en mí. Siempre es
agradable encontrarse con alguien que entienda lo que a uno le ha ocurrido,
¿no?
Pero no alcanzamos a compartir mucho más. De
pronto, detrás nuestro dos Caballeros comenzaron a discutir sobre un humano que
los miraba sin un ápice de interés. Mila no se volteó, pero sus orejas se
movieron, supuse que fue una reacción involuntaria o algo así. Eventualmente
aprendí que en realidad era algo que hacía cuando quería escuchar mejor, aunque
no tuviera incidencia alguna en su audición.
—Perdóname —me susurró con disimulo y se
volteó con una expresión completamente diferente, acercándose hacia ellos. Más
de un estómago se me apretó.
—¡Ahí estás!
Como la mitad de la gente estaba mirándolos,
me di la breve libertad de hacerlo yo también.
“Ya está” pensé. “Atenea tenía razón, arriesgué
demasiado, todo se acabó”».
[1] Transliteración del término, cuya forma está derivada de una lengua muerta. Una traducción aproximada sería «velo» o «escondite», sin embargo, no en su sentido literal, ya que refiere a un artículo mágico que permite camuflar, alterar o esconder por completo alguna característica del usuario.
Comentarios
Publicar un comentario