1. Querido Diario: Todo partió con un día igual de aburrido que cualquier otro.
—¿Dónde estás? —sonó bruscamente la voz de
Natasha, mi mejor amiga, cuando contesté la llamada.
—Hola, amiga, ¿cómo estás?, muy bien,
gracias, ¿y tú?, bien también, ¿crees que vendrás hoy a clase?
—¿Dónde estás? —repitió como si los últimos
diez segundos no hubieran existido.
—Por el muelle —contesté apática—. No, no
voy a ir a clase. No, no le he dicho a Alarik. Y no, no le contesté a mi mamá
las siete llamadas perdidas que me dejó durante la mañana. ¿Algo más?
Se hizo silencio por un momento.
—Si vas a pasear por la playa, no te subas a
esa cosa herrumbrosa que hay frente a la estación. O avísale a Alarik. Una de
dos. Y ve a verme en la tarde, a mis papás les va a gustar verte. A mí también.
¿Por favor?
Solté un suspiro lánguido.
—Bien. Le avisaré. E iré.
—Gracias. Voy a intentar que quedemos juntas
para los trabajos que nos asignen hoy, pero no prometo nada. Cuídate, ¿sí?
Hice un sonido de afirmación, y luego de un
beso. Ella se rio suavemente y me imitó antes de cortar.
Miré las tablas bajo mis pies y el barandal en
el que estaba apoyada; ese muelle realmente estaba viniéndose abajo. Examiné el
horizonte, los barcos de carga y de transporte que estaban moviéndose y
esperando me hacían preguntarme qué se sentiría simplemente poder irme de ahí y
ya. Me volteé hacia la playa, la gente paseando en la costanera, un par de
familias aquí y allá, los papás jugando con sus hijos… Por un momento pensé en
llamar a mi papá, pero no tenía sentido. «El rey tiene mejores cosas que hacer que
atender a una adolescente inútil» pensé; al menos, eso decía mi mamá.
—Hey, Al —le hablé a mi kap grabándole un
mensaje de audio—, no sé cuándo vayas a oír esto… Ya nos reubicaron. Logré que
me mandaran a Aktí, Nat vino conmigo. No fui a la escuela hoy, lo siento —hice
una breve pausa—. Ando paseando por el muelle, me pidió cierta personita que te
avisara —cuidando las tablas que pisaba, avancé un poco más hacia mar adentro—.
Llámame cuando puedas, o ven a vernos si te alcanza el ánimo. No imagino que
tengas ganas de volver al palacio ahora mismo, yo no las tengo, aunque extraño
mi pieza, no me he traído todas mis cosas, tampoco es tanto, pero ya sabes, yo
—el mensaje se envió automáticamente al cortarse la grabación cuando pisé una
tabla que resistía menos peso de lo que prometía. Al caer, me agarré de la
baranda, que también estaba demasiado débil para soportar mi peso. Así quedé
colgando del muelle, afirmada únicamente por mi pierna atrapada entre unas
tablas que cederían en cualquier momento, sintiendo la sangre brotar de donde
se me habían enterrado los trozos rotos.
Único momento en que me arrepentí de haberme
puesto shorts en lugar de pantalones ese día.
No tengo idea si lloré, gimoteé, o algo,
sólo sabía que me dolía, trataba de concentrarme en algo más pero realmente no
podía, y el escenario no era en absoluto prometedor. Tal vez grité.
Probablemente grité. ¿Quién me iba a querer o poder ayudar en esa situación?
De pronto, la madera que me tenía sujeta
terminó de romperse, y yo caí de cabeza al agua helada. Por supuesto, caí
gritando, así que además del golpe también inhalé agua salada; fue como si
vidrio molido entrara por mi nariz hasta mis pulmones. Y la maldita herida en
la pierna no ayudaba en nada.
Tenía que reaccionar. Hacer algo, lo que
fuera, estaba en mi elemento ¡maldita sea! La situación no podría haber
sido más patética, aunque lo hubiera intentado.
Mientras otro trago de agua bajaba por mi
garganta, algo me agarró y me sacó del agua. En menos de un segundo, estuvimos
en la orilla, y yo perdí por completo el conocimiento. Me recuperé sólo cuando
empecé a vomitar agua, mientras me aplicaban primeros auxilios.
—Respira, vamos —me decía—, lo peor ya pasó.
Vomité de nuevo, esta vez girándome yo
misma, y me dio un par de palmaditas en la espalda.
—Eso, eso, bien. ¿Cómo te sientes? ¿Puedes
hablar?
Le hice señas con una mano para que esperara
un momento, e inhalé una bocanada de aire, que pasó plácida y dolorosamente por
mi garganta. Realmente creí que iba a morir.
—Sí —fue mi excelente respuesta mientras me
volteaba, un poco mareada.
—Genial, aguanta sólo un poco más.
Escuché el rasgar de tela, y luego tuve sus
manos sujetando mi pierna para inmediatamente hacerme un torniquete. Se me
salió un quejido visceral.
—Tranquila, ya pasó —me dijo con suavidad—. Te
tengo —entonces me afirmó cuidadosamente de los hombros y el cuello, acunándome
contra sí misma.
Algo me estaba poniendo la piel de gallina,
y no se sentía como si fuera culpa del agua fría. Sentí que me relajaba.
—Hey, quédate conmigo —su voz sonaba tan
melodiosa y estaba casi al lado de mi oído. Asentí sin pensar. Parpadeé varias
veces antes de poder realmente mirarle. Con el sol de la mañana detrás de ella,
sólo pude ver su pelo dorado adornando su rostro como un halo divino—. Háblame.
¿Cómo te llamas?
Oí gritos en algún lugar.
—Isis —mi voz apenas salía por mi garganta.
—Isis. Bonito nombre. Yo soy Mila. ¿Me
escuchas? —asentí—. Bien.
Más gritos. Estaban acercándose.
—Oh, aquí vienen a socorrerte. Creo que
debería irme.
—Espera —solté, todavía se me dificultaba
hablar.
—Descuida, no te dejaré sola —me aseguró.
Cuidadosamente, me reacomodó entre sus brazos y me acercó hacia sí; estaba
igual de empapada, pero emanaba calor como una estufa, era imposible seguir
teniendo frío entre sus brazos. Cerré los ojos, sintiéndome a salvo.
—Gracias. Gracias.
—Mila —alguien más se nos acercó, sonaba
urgida, enojada—, Mila, tenemos que irnos. Ahora.
—Vayan ustedes.
—No.
—Vayan. Las alcanzaré en la estación, lo
prometo.
Otra voz más se les unió, y escuché varios
pasos alejarse. Mi salvadora se quedó.
—Ya las oíste —me susurró—, no podré
acompañarte mucho más. Aquí vienen policías y un sanador. Estarás bien.
«No» pensé, pero no pude decirlo. En cambio,
usé toda mi energía en por fin verla bien.
Nariz pequeña. Cejas profusas. Mejillas
rellenas. Me sorprendió darme cuenta de que debía tener mi edad, tal vez un
poco menos. No, definitivamente un poco menos.
Era tan pálida, y tenía todo el rostro rojo.
Estaba respirando agitadamente, y desde donde yo estaba podía ver el vapor
salir de su boca.
Entonces me miró. Por un momento, ni
siquiera pude oír el rugido del mar. Sus ojos eran algo como de otro mundo, tan
intensos y dulces, que por un instante olvidé cómo respirar.
Junto con otros dos pares de manos, ayudó a
ponerme en una camilla; me distraje por un momento en mirar sus brazos y sus
manos. Todos sus movimientos se veían tan firmes y seguros.
—Estarás bien —me repitió con suavidad;
tenía una sonrisa preciosa. Entonces se marchó, y sentí una presión en el pecho
a medida que se alejaba, pero nada podía hacer al respecto.
«Mila…».
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