21. Bitácora: El último soplo de aire fresco.
El viaje en tren fue tranquilo y más corto
de lo que esperábamos. El tramo del puente fue la peor parte para Mila, que se
sentó en el piso con los ojos cerrados, haciendo lo posible para pretender que
sólo estaba meditando, hasta que le hice saber que ya habíamos cruzado. Luego
de un par de horas de bosque, y bosque, y más bosque, de un momento a otro
ingresamos a una ciudad como ninguna de nosotras se esperaba.
No había autos voladores ni rascacielos
hasta las nubes. El horizonte era casi plano, el edificio más alto no tendría
más de cinco pisos, y tampoco había calles, sólo veredas, pero las
construcciones se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista.
La estación de llegada estaba, aproximadamente,
en el centro de esa extraña «metrópoli». Conectaba directamente con la
«Estación Norte–Sur», desde donde salían los trenes hacia el norte y al sur,
claro, y la «Estación Central», de la cual comenzaban todas las líneas de
tranvía que recorrían la ciudad. Mila se detuvo con toda calma a examinar ambos
mapas, mientras Ofelia y Atenea tenían que lidiar con la inquietud de las
demás, incluida la mía; más de cuatro horas en tren en que sólo nos habían
dejado pararnos para ir al baño nos habían dejado con bastante energía acumulada,
en especial a Fernanda.
—¿Podemos pasear por la playa por lo menos?
—pedí entre todas las solicitudes, y a mis amigas les brilló la cara.
—¡Sí! —gritaron con distintas intensidades,
pero definitivamente la misma emoción. Creo que todas necesitábamos una ligera
sensación de relajo, y tal vez pretender que sólo estábamos de vacaciones o
algo así.
Mientras estábamos enfrascadas en una
conversación sobre la última vez que habíamos visto el mar y el clima, el sol,
la arena, trajes de baño, Mila apareció de la nada. El prendedor que le había
entregado Atenea ahora lucía impecable, literalmente como si acabara de salir
de la tienda. En una mano llevaba una pequeña bolsita de papel de la cual iba
sacando algo similar al maní confitado y echándoselo a la boca; colgando de la
misma mano tenía una pequeña bolsita de genero elegante que parecía contener
algo.
—Es demasiado peligroso —nos interrumpió—,
ellas no pasan muy inadvertidas en una ciudad humana.
Ofelia y Atenea le observaron casi
ofendidas, pese a que era verdad.
Mila se terminó el contenido de la bolsa de
papel, y estiró la mano hacia ellas.
—Pero creo que esto debería ayudar.
Ofelia vació el contenido en una de sus
manos, y ahí había una pulsera y un collar que lucían hechos de plata. Se les
quedaron mirando por un momento, hasta que ella misma se puso el collar y, de
un momento a otro, el alien morado que nos había acompañado todo este tiempo
desapareció y se vio reemplazado por una muchacha como de nuestra edad. Atenea
alcanzó a quedar boquiabierta. Así, aprovechando el factor sorpresa, Ofelia le
puso la pulsera, y ocurrió el mismo efecto: el alien de alrededor de tres
metros de alto ahora era una simple adolescente humana.
Discutieron bastante con mi amiga, de dónde
los había sacado, cómo, por qué, quién sabía de eso, entre muchas otras
preguntas y reproches. Ahora en vez de molestarme sólo me hacía gracia porque,
una vez más y como siempre, Mila era mucho más alta que ellas; se hace difícil
«mirar hacia abajo» a alguien en esas circunstancias.
—Ustedes dijeron que «código azul» daba
acceso a recursos, yo sólo los estoy ocupando en algo que me parece necesario.
Y un poco de confites, lo siento, olían muy rico.
Siguió explayándose mientras caminábamos
hacia la costa, pero a mí no podría haberme importado menos. Lo único que me
interesaba era que el olor salino y el sonido de las olas se sentían cada vez
más fuertes.
El mar era de un color verdoso y casi no
tenía espuma. El arena era oscura y se sentía suavecita, aunque todavía se
podían ver los pequeños cristales, algunos incluso brillaban ligeramente.
Las capas cumplían la función perfecta de
una toalla de playa. Era muy temprano todavía para nadar, o para lo que fuera.
Apenas había gente transitando por la extensa avenida costera. Una ligera bruma
cubría el mar, pese a que el sol ya llevaba varias horas en el cielo; aun así,
no se sentía que fueran más de las diez de la mañana, y quedaba todavía un
largo día por delante. Iba a estar difícil acostumbrarse a los días en este
mundo, tan extensos y lentos.
Mila se quedó sentada en el muro mientras
nosotras seguimos de largo corriendo. Atenea se detuvo con ella un momento,
probablemente preguntándole por qué se acomodaba ahí, y recibiría la misma
respuesta que casi todo el mundo: que no le gusta el arena. Pero era mentira.
Mila adoraba el arena y el mar tanto como yo, pero era maniática con los
granitos en las zapatillas, así que tendría que sacárselas para caminar por
ahí, y no, no, no, no, eso no era algo que nadie lograría hacer: Ver a Mila en cualquier
cosa que no fuera vestida de pies a cabeza, lista para correr en cualquier
momento.
Para mi sorpresa y alivio, la dejaron en paz
y se fueron a sentar con nosotras. Incluso lograron relajarse por un rato,
sentarse con nosotras y conversar con algo más de ánimo. Ya estábamos más
cerca. Podían andar con algo más de tranquilidad. Tal vez realmente no había
tanto apuro por llegar, podríamos recorrer un rato la ciudad, quién sabe.
Pero siempre hay un límite para lo que se
puede soñar cuando Mila está cerca.
Comentarios
Publicar un comentario